viernes, 14 de noviembre de 2008

No PRIDE (2), por G. Sheridan

Revista Letras Libres, 119, noviembre de 2008.

La cantidad de doctores que producen las naciones es una medida que los organismos internacionales observan para otorgarles su diploma de competitividad. Se entiende que así sea: en teoría, expresa la seriedad que un país otorga a la educación y es algo muy fácilmente computable.

México adoptó, y adaptó, ese proceder. De pronto, el doctorado desplazó a la licenciatura como garantía de calidad académica y pedantería social. Entre funcionarios y arribistas abundan quienes en buena hora ciñen doctorado sin más sinodal que el impresor de tarjetas de visita. Otros acuden a la Universidad Pacotilla más cercana y algunos –los que toman la farsa más en serio– a la versátil Plaza de Santo Domingo, donde inscribirse y merecer el doctorado, con mención honorífica y cédula profesional incluidas, toma unas cuantas horas.

Sí, muchos se doctoran en serio, redactan tesis originales con tutores exigentes, realizan exámenes arduos y 
aumentan la inteligencia científica del país. Entre 1990 y 1999 se otorgaron en México (nota uno, abajo) 5 mil 200 doctorados (curioso, pues coincide con el colapso de la calidad educativa en los niveles inferiores). Pasamos de tener 2.5 doctores por millón de habitantes en 1990 a 8.6 en 1999 (cuando Francia tenía 180 y Brasil 18). Esto se debió a que en 1993 el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) convirtió la posesión del doctorado en sinónimo de excelencia y le condicionó el ingreso o la renovación (algo más entendible en las ciencias duras que en las humanidades, a las que aludo en este escrito).

Los adjetivos excelente, extraordinario y sobresaliente abundan en las convocatorias, pero sólo tienen sentido si culminan en estadísticas. Se puede ser un investigador excelente, pero si no alimenta la cadena del proceso doctoral, ya no lo es tanto. Impartir cursos vale, pero dirigir tesis cuenta, aunque la excelencia de la tesis esté por verse. Los trabajos de un investigador son su voluntad y responsabilidad exclusiva, pero cuentan lo mismo que dirigir una tesis que depende sólo de la voluntad del tesista. Si tres tutores distintos trabajasen con el mismo buen candidato, la diferencia en calidad sería mínima; con uno malo, el desastre sería idéntico. En ambos casos el mérito del tutor es vicario, pero es premiable en ambos, pues lo excelente es doctorar, no lo doctorado. Y las comisiones –en las que un arquitecto o un antropólogo “evalúan”, digamos, a un filósofo– saldrán del problema palomeando requisitos, a nombre de la excelencia, sin leer una línea. Doctorar se ha convertido en unidad contable obligatoria del trueque académico: le otorga “puntos” a toda la cadena de la rendición de cuentas, desde el pasante, el tutor y los jurados hasta los funcionarios y directivos que procesan las estadísticas.

Doctorar en serio es meritorio, pero hacerlo imperativo conlleva el riesgo de abaratar la mercancía: dirigir la tesis cuenta más que el valor intrínseco de la tesis. Cuando un procedimiento rinde más beneficio que su resultado, se ha burocratizado. Los casi 15 mil miembros del SNI deberán dirigir por lo menos una tesis cada tres años en promedio: algo con tal demanda se presta a todo tipo de intereses. Y más en México, donde todo requisito incluye la forma de sesgarlo: que las instituciones exijan productividad está bien; que atenúen las exigencias para reconocerla, es fatal. Ya es lo normal brincar de una licenciatura sin tesis a un doctorado al vapor o a la medida; la maestría ya es una especie en extinción. La urgencia suaviza el camino para que todos los involucrados merezcan su palomita. Ya hay candidatos que venden su “uso y costumbre” de elegir al director de tesis. Ya no sólo se venden tesis (plagiadas) en línea desde Estados Unidos (véase nota 2): me consta que en México las de doctorado andan por los 20 mil pesos, listas para imprenta. A este paso –insisto: sobre todo en las carreras humanísticas– doctorarse en México en 2010 puede acabar siendo tan irrelevante como obtener “mención honorífica”.

Darle seriedad a los títulos supone agregarles dificultad. Hay que restarles ceremonial bobo, sumarles carácter de verdadera prueba, agregarles el riesgo de reprobar. Y las instituciones deben reglamentar con rigor implacable los procesos de titulación. Las comisiones que aceptan el tema de tesis, nombran al director y al jurado, deben excluir la voluntad o el capricho del pasante. Ya no puede tolerarse que el director de tesis funja además como presidente del jurado: que se siente junto a su pupilo y se someta a examen con él, y si este reprueba, que se le llame a cuentas y se le resten puntos.

Quizás el SNI podría tener una responsabilidad más acentuada. Si ya tiene atributos como ponderar la categoría de las publicaciones académicas o calificar el nivel de excelencia de las instituciones que otorgan títulos profesionales, podría supervisar la seriedad de sus reglamentos para doctorar con “evaluadores acreditados”. El riesgo es que las agencias foráneas de evaluación terminen por diferenciar al mexicano de un doctorado del primer mundo (como, de hecho, ya se hace en México, donde se aprecia más el conseguido en el extranjero). Y que aun los doctorados rigurosos carguen con el marchamo de ser considerados excelentes, pero mediocres.

1. Según la International Foundation for Science: http://www.ifs.se/Publications/Mesia/MESIA—3—IFS—Impact—Mexico.pdf
Estados Unidos doctora entre 40 y 45 mil personas al año: http://www.norc.org/projects/survey+of+earned+doctorates.htm

2. Véase por ejemplo: http://tomiesmith.wordpress.com/2008/07/10/custom-thesis-and-dissertations-for-sale/

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